EL GRILLO O YO

 

Desde que María desterró de esta casa los murciélagos han proliferado los grillos. Ayer, después de correr la cortina de plástico, me topé con uno en la ducha. Lleno de una benevolencia budista decidí no matarlo, pero no preví que, al ducharme, el grillo quedaría atrapado en gigantes corrientes de agua, cataclismos inconmensurables, mares bifurcados, poesía acuática.

 

En efecto, después de remojarme, el bichito surfeaba en el poema acuático que yo había creado con el poder del grifo. Como pudo, el grillo, que llamaremos Horacio, sorteaba los arroyos y sin irse por el estrecho sifón, logró hacer pie en una esquina del rectángulo: una ducha alta, pero nada ancha, ni profunda.

 

Cerré el grifo. Era el momento de enjabonarme y así me fui llenando de escrúpulos, pues si bien no le tengo miedo a los grillos, no quise que este tipo se me encaramara; porque los he visto que tienen un vuelo corto con sus alas filosas, y que saltan con sus fieras patas, y así yo ya me hacía en peligro por las amenazantes fauces de Horacio después de que saltara sobre mí.

 

Escrúpulos son escrúpulos y fue así como me pareció apropiada la idea de que, si bien no iba a pisar a Horacio, él debía morir ahogado. Sí. De esta manera, siempre suspicaz de su sospechoso estatismo, no le quité el ojo mientras me enjabonaba. Para algo habían de servir los ejercicios teatrales aprendidos allá en la ciudad.

 

Abrí el grifo después de enjabonarme y empezó la poesía de nuevo. Yo me sacaba el jabón mientras Horacio se veía arrastrado por la marea ora aquí, ora allá. Una parte de mí disfrutaba su sufrimiento y en un momento determinado, el bicho, que iba dando tumbos efecto del cataclismo, quedó frente a mí. Pensé en rematarlo de una pisada, pero ya abajo de la pluma me sentí tranquilo de que Horacio no me atacara por la retaguardia y así pude ver, mientras me terminaba de bañar, cómo el grillito se iba ahogando por el agua que se acumulaba.

 

Entonces recordé las películas más dramáticas. Esas tristes escenas donde los buenos se ahogan a pesar de ser buenos. Qué tragedia. Y también fui comparando a Horacio con un personaje de esos cortos donde, con mucha afectación, quedan tendidos en una inefable playa crepuscular con los pulmones llenos de agua. ¿Tendrá Horacio pulmones? Imaginé la banda sonora del ahogamiento de Horacio en una tonalidad menor y una tierna lágrima estuvo a punto de rodar por mi mejilla. Casito. Sin embargo, más corajudo que sensible, no dejé de comprobar, después de una pausada observación, que el bicho ya no se movía. Horacio se había ahogado al acabar mi duchazo. Yo, yo había salido victorioso.

 

+++

 

Hoy, después de un duro trabajo en los limoneros, a la misma hora vespertina, volví a la ducha. En este tipo de latitudes no se puede perdonar un buen baño con agua fría. De hecho, hoy era un día de champú doble, un duchazo de esos largos.

 

Tocado por un agüero entré al baño, cerré la puerta que crujía en sus goznes, me desnudé sintiéndome observado, corrí la cortina con una extraña prevención y así pude ver que en el centro del rectángulo estaba Horacio como esperándome. ¡Sapoperro! Se había salvado el muy maldito y fue allí el crujir de dientes por no haberlo pisado o sacado de la ducha el día anterior. Había sobrevivido el Horacete y este había de ser un baño largo e incómodo. Muy incómodo.

 

Entré a la ducha rabioso, abrí el grifo de un manotazo y empezó la poesía de nuevo. Horacio surfeaba hacia los mismos rincones y yo no le quitaba el ojo en mis ejercicios teatrales. Cerré el grifo y tenso me apliqué el champú. Horacio intentaba saltar o emprender el vuelo para atacar, pero el cuasi-ahogamiento de ayer y la poesía acuática de hoy lo habían debilitado. No obstante, aprovechando el flujo de la corriente, avanzó cansino hacia mí. Le hice el quite, giré y de nuevo el bicho quedó de frente, bajo la pluma. El mismo baile.

 

La estrategia de batalla se cumplía, pero siendo sincero había más bondad que crueldad en mí. Yo quería lo mejor para Horacio: que se fuera, que adivinara el camino a su libertad, que se escapara por el sifón, que pudiera saltar y volar y pasar al otro lado del muro justo detrás de la cortina, pero nunca fue así. No. Horacio quería abalanzarse sobre mí. Sí.  Y así, procurando su vindicación, reponía fuerzas en una esquina mientras el agua se escurría sifón abajo.

 

Fue así como, mientras terminaba de aplicarme el champú, se me ocurrió la idea. A que la filosofía budista es una cosa rara: no iba a pisar a Horacio, pero le iba a echar encima la espuma del champú. Pura ética. Procedí: el primer impacto fue desacertado, pero al segundo le di de lleno y pude ver cómo Horacio quedaba sepultado bajo un pantano de champú para pelo con frizz. No contento con eso saqué más espuma y le di un segundo disparo de napalm con olor a vainilla tropical.

 

Esta vez Horacio se desesperó de veras. Sí. Vi cómo, con todas sus fuerzas, intentaba escaparse del pantano y yo no pude terminar de entender el porqué de su lucha, esa terca obstinación por sobrevivir en este valle de lágrimas. ¿Era tan necio Horacio para temerle a la muerte? Por qué se aferraba a su mísera vida de insecto, si era un avechucho más bien feo y desagradable, sin ningún talento más que el de asustar a los incautos y chillar de manera inoportuna. ¿Por qué? Yo, toco madera, aceptaría mi tránsito y otros tránsitos sin tanto drama, pues creo que en otro punto del cosmos o del entendimiento debe haber algo mejor que este planeta y sus particularidades, pero no, Horacio no sabía que el día de la muerte es el más feliz de la vida, que en ese momento de corte cesa el perenne dolor que es estar despierto y que para su estirpe dejan de regir las leyes de hambre y sangre, entre otras peculiaridades artrópodas.

 

Así, meditabundo como una cachama, dejé mis pensamientos en un lapsus intemporal y desperté justo para ver que cuando el grillo ya estaba a punto de atravesar la densa capa de burbujas y detergente, cuando estaba a punto de salvarse, su ímpetu lo abandonó. Se había desmayado en el espesor. Viéndolo inconsciente tuve parsimonia en el masaje capilar y después enjabonándome, siempre auscultando el pantano donde yacía Horacio. Abrí el grifo intentando que el agua no diluyera lodo artificial y a pesar de que no lo logré, pude observar que mientras la espuma se escurría, el cuerpo de Horacio permanecía inmóvil. No movía ni una sola antenita.

 

Me saqué el champú y el jabón y procedí a aplicarme la debida segunda capa de vainilla tropical. Casi que con sevicia volví a sepultar a Horacio bajo tres gruesas plastas de espuma, espuma que produje después de mucho, demasiado y furioso masaje. Abrí el grifo con un porrazo postrero, terminé de bañarme siempre vigilante y así, inevitable, volvió la escena: la música lacrimosa, el crepúsculo dorado en la orilla de una inmensa playa, el cuerpo inerme de Horacio flotando en el último charquito de mi melancólica ducha.

 

Esta vez la lágrima sí escapó de mi párpado.

 

Pisar a Horacio o sacarlo de la ducha, como María desterró a los murciélagos del tejado, sería no tener ni un ápice de honor. Mañana volveré. Volveré. Volveré y si Horacio sigue vivo esto será un duelo a muerte, un reto por la permanencia, una lucha nunca antes vista. Él o yo.

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