Avenida Nash
Unos de mis
mayores miedos es no poder cruzar nunca la avenida Nash, esa avenida que se
atraviesa en el camino a casa. Desde que parto de mi origen, ya voy haciendo
preocupados planes para poder pasar de forma cabal. Aumento o disminuyo, con
esmerada estrategia, el ritmo de mi marcha antes del cruce; miro con antelación
(tal vez más de la debida) la sincronía de los semáforos; oteo el flujo del
tráfico y dependiendo de un juicioso análisis previo, me lanzo a veces de forma
temeraria, siempre valiente, nunca pusilánime, a conquistar la gloria cotidiana
que es atravesar una avenida sin puente ni cebra.
Es una proeza
esquivar la embestida de las motos y de las bicicletas y de los scooters que se
atraviesan por los surcos. Es aún más meritorio ser oportuno para no fumarse la
polución que vomitan los tubos de escape. Cuando no puedo atravesar de un sólo
impulso los dos carriles contrarios y quedo atrapado en el separador de árboles
marchitos y renegridos, mi alteración —ya azuzada por la estridencia del
claxon— aumenta y pienso que nunca podré volver a besar la prístina frente de
mi hijo, que los perritos no harán la algarabía producida por el crujir de mis
llaves en la cerradura, que no le diré más te amo a mi mujer, que ya no habrá esa tranquilidad que es
llegar al hogar, que no podré escribir estas líneas...Pero puedo. Siempre
puedo. Todos los días puedo. Y es un milagro que esto suceda a diario, que esté
vivo, que aún no haga parte del asfalto.
Comentarios
Publicar un comentario