Viaje, miedo, aprendizaje y Fe
“Sin duda soy yo un
bosque y una noche de árboles oscuros: sin embargo, quien no tenga miedo de mi
oscuridad encontrará también taludes de rosas debajo de mis cipreses.”
Friedrich Nietzsche
Friedrich Nietzsche
El miedo empezó en
Berlín, justo después de haber visitado el muro. Podría decir que el muro
dividió en dos partes mi viaje. Antes del muro Malta, España, Italia, Paris,
Bruselas y Amsterdam dejaron en mí una sensación de gratitud, placer, alegría y
asombro. Fue un gran aprendizaje o un aprendizaje contento, pero sólo contento,
porque la moneda siempre tendrá dos caras y para Dios, el arquitecto del
cosmos, esta dualidad es lo mismo. Al otro lado del muro se vislumbraba la otra
parte del viaje, una parte que siempre requiere de gran cuidado y que hay que
aprender también: el miedo.
Pasaron tal vez cuarenta minutos después de que dejamos el muro y se apoderó de mí una sensación muy parecida al síndrome de abstinencia que alguna vez padecí. Tal vez fue el efecto de haber estado sólo en lado oriental de Berlín, o de haber respirado involuntariamente el humo anaranjado de Amsterdam días atrás, o el 5G, pero el punto es que me sentía en un bajonazo, en una depresión, en un hangover; veía todo gris en la capital alemana: las calles, los edificios, los rostros, todo. Días después, aturdido en Praga, supuse que ese miedo provenía o tenía su origen en la conciencia de haber pernoctado, respirado el aire, pisado el suelo de un territorio donde sucedieron hechos que para mí hacían parte de un mito trágico, de una historia de horror, del relato que me infundió temor desde una edad temprana. Estaba en un lugar donde mi exacerbada sensibilidad aún podía percibir el pasmo que procede al horror.
Sí, muchos años han pasado desde que sucedió ese asunto que es vedado en Europa (asunto que no pienso recalcar en estas lineas) y por ende me sentí estúpido creyendo en algo que supuestamente ya no tiene lugar; pensé en la modernidad y en los hechos actuales y hallé muy fuera de lugar mi sentir. También pensé en asuntos vacuos, como que Berlín es una ciudad aclamada o como que mis dos grupos musicales favoritos, gente que hace muy buena música y que no son alemanes, están o estuvieron radicados en Berlín.
En suma, tenía una noción en mi mente de Berlín que mi sentir desmentía. No entendía cuál era la razón de la depresión o no había una razón evidente. Frustrado, regresando asustado al hotel en el primer taxi que encontré, a la mitad del día, me pregunté en medio del injustificado pánico: ¿qué puñetera cara de Berlín estoy conociendo? ¿Qué está pasando con mi viaje que era una alegría (así la alegría fuera cándida)?
Dos días después salí de Berlín. En “la otra parte del muro” o en la otra cara de esa moneda que fue el viaje, esa faz que es aprendizaje también, mas un aprendizaje oscuro, visité cinco o seis ciudades. Casi un desastre. En Dresde estuve apático y recuerdo poco de mi paso allí; tal vez evoque lugares comunes, como el chocolate, la cerveza, las salchichas y la reconstrucción alucinante que procedió al bombardeo absoluto. Nada más.
Más adelante, en Praga, me retraje y decidí no salir a conocer la ciudad. Me perdí en la lectura de excelentes textos y en la transcripción al pentagrama de ideas musicales, siempre con esa sensación que afuera del hotel había un mundo gris y hostil, un mundo de arquitectura monótona y rostros pétreos que me infundían terror. Además el internet del Olympik Hotel de Praga no funcionaba bien, hecho para nada desdeñable.
Cuando el internet fugazmente funcionó, justo entró a mi móvil desde Malta una llamada de mi hermano animándome a que saliera del encierro. Después de colgar vi una foto en Instagram de mi cuñada, que hacía parte del grupo viajero y que sí había salido a conocer la ciudad. Se retrataba en la fotografía la maravillosa arquitectura de Praga, sus colores vivos, sus formas surreales. Entonces pensé que me había equivocado, que afuera no había un mundo gris, sino algo maravilloso y llamativo, por lo que al día siguiente decidí salir con mi grupo familiar. Un craso error. Un error que había que cometer.
Sucedió lo inevitable (tal vez venía intuyendo mi desgracia): después de caminar desprevenido por el centro de Praga, al medio día, mi crisis, —confieso: sufro de cierta crisis psicológica—mi maldita crisis o la crisis que me hace maldito, que ingenuamente creí había desaparecido por el simple hecho de viajar a Europa, después de dos meses de haberla sentido por última vez, volvió a manifestarse en medio de la multitud concentrada en el puente que une a las dos Pragas.
Como siempre sentí mi malestar peor que la última vez. En medio del pánico personal, escruté la altura del puente como siempre escruto de manera impotente y temeraria las alturas cuando estoy en crisis; la consideré inviable. Entonces traté de poner en orden mi cabeza y aferrándome como fuera a la realidad, elevé una plegaria interna ya no por mí, estoy colmado, sino por que a nadie le suceda lo que yo siento en mis crisis. Lo que yo siento así no se le desea ni al peor enemigo y yo caminaba y caminaba y caminaba en las calles atestadas de gente, aturdido y sin decirle nada a mi grupo, siguiendo una procesión infernal bajo el sol de verano europeo y por mucho, mucho rato, un rato que se me hizo una eterna condena, mientras andábamos por esas calles distorsionadas, detrás del lente oscuro de mis gafas de piloto contuve con un esfuerzo descomunal las lágrimas, las putas lágrimas, tratando de “no ser tan marica” y preguntándole al universo por qué algo o alguien no me mataba.
xx
No hubo llanto. Ni una sola lágrima. La crisis, impredecible, desapareció quince o veinte minutos después en el restaurante donde decidimos tomar almuerzo. Me quedé con la sensación de fortaleza interior que viene después de una gran tristeza, mas ya estaba escarmentado; dejé fluir las cosas para hacer el rápido y triste regreso al hotel que para mí y mi imaginación aún estaba inmerso en la cortina de hierro.
Después de ese punto álgido en Praga vino la desolada Brno. Allí, inspirado, hablé del solipsismo durante hora y media con mi cuñada, sentados en un parque abandonado y sospechosamente tranquilo, mientras mis padres iban a la misa impartida en Checo. Luego, en Budapest estuve encerrado durante el día en el hotel, con mucho miedo y sólo salí en la noche para dar un paseo familiar navegando en el Danubio. Allí me encontré con mujeres tan bellas que seguramente eran extraterrestres o ángeles que querían levantarme el ánimo. El ánimo. Y tal vez fue así; navegando en el Danubio, con los ojos puestos en lontananza, se fue generando en mí una reflexión o meditación. Como sucede en la música y quizá en en el universo entero, las tensiones empezaban una paulatina resolución.
Al otro día, saliendo para Viena, nuestro último destino del tour, me desperté enérgico sin saber por qué, como si tuviera ese privilegio usual y simple que es poder estar afuera. Comprendí que el viaje iba llegando a su fin y pensé, después de un mes de travesía, que no sabía si me estaba llevando de esto algo muy bueno o algo peyorativo para mi espíritu. Ya en Roma me había preguntado por qué era usual ver rostros contritos en los europeos; ahora creía entender la razón de la melancolía: tienen un gran trasegar histórico o son inmortales. Yo, que venía con mi alegría colombiana, una alegría que tal vez es inocencia o ignorancia, estaba casi en el fin del viaje confundido, desorientado y temeroso. Sin embargo, el futuro en Viena me infundía una nueva esperanza. Como la luz que aparece al final del tunel, el mundo tétrico y de abandono desapareció allí.
Esta bellísima ciudad, parca, altiva y elegante, guardaba para mí lo que creía un final adecuado para la aventura. Allí, al despertar del primer día, me levanté feliz y si una causa aparente, volví en mí o retomé mi confianza anterior, mas ahora desde una nueva perspectiva. Tenía de nuevos “mis poderes” y sabía usarlos mejor que antes. Durante el día todo fluyó muy bien; exploramos todo lo que se nos antojó, sin ninguna clase de miedo o depresión por mi parte. Ya en la noche, el último plan que hicimos en el tour, desde que salimos de nuestra base en Malta y viajamos un mes completo por distintos países, fue, cómo no podía serlo, un plan musical.
Esa noche memorable tuve la oportunidad de presenciar un concierto de cámara y vivir la experiencia de un individuo del siglo XVIII o XIX en un palacio Vienés. Allí, en mi zona, pude apreciar el colofón, la descarga más fuerte del espíritu europeo. Fue algo impecable, cabal, recto, casi ideal estéticamente hablando, sencillo, pero a su vez fuerte y adecuado para mi consciencia. En suma: excelente. Quedé muy impactado y asumí de forma subjetiva o personal el performance como una última lección, algo que no puedo explicar muy bien o que es desbordantemente inefable.
Dejando el velo, Europa me mostraba al final su verdadero rostro y yo me sentía parte de un todo, algo que me produjo una nueva y gran alegría. Fue como haber superado una gran prueba. Un mes de exploración llegaba a su fin y yo sólo pude ser feliz. Para qué más si me despedía de los viejos miedos; de alguna forma estaba siendo liberado, estaba dejando una gran carga en este viaje. Podría decir que fue como hacer click y de golpe apareció la luz. El aprendizaje del viaje había consistido en un conocimiento total; aprender lo bueno y lo no tan bueno, sólo así podía estar encima de lo ordinario y crecer como persona. Comprendí que eran necesarios también los malos momentos, que la incomodidad era pertinente y sí, estaba listo, listo y renovado para seguir adelante en esta gran aventura que es estar vivo.
xx
Así llegue a pasar la última semana del viaje en Malta, en la casa de mi hermano. Yo pensaba que este escrito había de cerrarse en Viena y también pensé que no habría de suceder nada extraordinario en Malta, pero no, no fue así. Allí alternamos salidas hacia las distintas ciudades del pequeño país con descansos en el hogar de mi hermano. Las salidas eran a lugares cercanos y yo me dejaba llevar. Laxo. Hubo lugares realmente asombrosos y ratos de ocio en la casa, pero había una salida estipulada hacia la isla de Gozo que yo no quería hacer. Los que me conocen saben que no soy muy aventurero y para ir a Gozo teníamos que coger bus, ferry y alquilar un automóvil para manejar por el carril izquierdo. Un estrés. Nos íbamos para Gozo el lunes y yo dije el domingo que no iba a ir. Mi mamá aplazó el viaje para el martes y el lunes pude notar un ambiente de disgusto o tedio en la casa. Se lo adjudiqué a que hay personas que no aguantan el encierro igual que yo y sintiéndome culpable les dije que iría a Gozo con ellos al otro día.
No voy a entrar en pormenores sobre el viaje, pero sí he decir que tuvo elementos de un drama con final cómico. Para empezar, el viaje en bus estuvo más largo de lo previsto, asunto que no dejó de preocuparnos. Cuando llegamos al ferry empezó a llover, cosa rara en la estación de verano, aunque justo cuando desembarcamos en la isla cesó la lluvia y salió un sol esplendoroso que evaporó el agua. Por la escasez debido a la demanda, apenas pudimos alquilar un carro viejo, pequeño y destartalado que habría de cumplir su función con dignidad austera, tres llantas de repuesto y dos cuartos de gasolina medidos sabiamente por los rentistas. Ellos saben.
También cabe hacer especial énfasis, sin olvidar la pericia al volante de mi padre y la atención del grupo, en el hecho de haber sido mi persona copiloto en las carreteras de un país que usa los carriles y el timón y las señales y el sentido común al revés (como los ingleses). Salimos intactos. También hay que decir que los celulares, que nos guiaban para llegar a los distintos puntos turísticos, nos dejaron con sus heroícos estertores de energía justo en el punto de partida, después de haber recorrido lo que pudimos de la isla, preciso en el punto donde alquilamos el carro, veinte minutos antes de la hora prevista de entrega, con una rayita de gasolina (sabiamente medida por los rentistas) y la felicidad de un paseo difícil, pero muy grato. Me queda un recuerdo muy bonito del último punto que visitamos: la playa en Ramla Bay, con el sol del atardecer y el agua tibia del mar, corriendo en la arena como perros locos y viviendo la sensación de unión que logran los momentos difíciles en cualquier comunidad, porque al fin el cabo, como yo lo había previsto, el viaje fue un estrés, mas un estrés muy feliz si es que tal cosa puede existir.
Había dicho que no me iba a extender y heme aquí escribiendo mi crónica de indias. Lo que yo en verdad quería comentar fue un momento muy especial. Saliendo de La Ciudadela de Victoria me dio una crisis...me tuvo seco hasta que almorzamos en Xlendi. Mientras esperábamos la comida, estuve en un quieto desespero preguntándome lo mismo de siempre: por qué algo o alguien no me mata. Estaba muy mal. En esas me acordé de Jesús. Lo llevo muy presente siempre, más que como un Dios como un gran maestro. El mejor. Le pedía a él y de paso a María (La Virgen) que me ayudaran. Yo estaba sintiéndome muy mal. Paso un buen rato y yo seguía en las mismas. No pasaba nada. No vi a Jesús venir caminando sobre el mar, ni untar con saliva sus dedos para urgarme los ojos, pero el milagro ocurrió, obtuve una repuesta: por primera vez en diez años logré escapar de manera consciente a mi malestar.
Lo hice acordándome de un truco matemático para controlar la ira que aprendí en un curso libre de psicología. Nada más empezar la operación y el contorno de luz cambió y escapé de mi infierno psicológico-visual. Mientras seguía en mi operación matemática, para escapar lo más lejos de la crisis al tiempo que almorzaba en abstracción, pensé que los milagros no son como los pintan. No hacen falta hechos sobrenaturales para que estos sucedan. Tal vez sólo yo valore lo que sucedió en ese momento, pero para mí es muy valioso lo acaecido en ese pequeño hecho. Un milagro.
Hago público esto porque al haber estado expuesto a mucha información areligiosa me había hecho muy crítico de la iglesia, pero yo siempre supe que de algún modo u otro, tarde o temprano había de regresar al cristianismo o al catolicismo o como quiera que se llame. Sólo cuando pensé en volver a la iglesia y en entregarme a Jesús y en deponer el fusil que era mi arrogante dialéctica, fue cuando obtuve una respuesta o revelación a mi problema más serio. ¿Por qué no creer entonces? ¿Para qué tener un corazón de piedra lleno de viejos rencores? El problema han sido los hombres, no El Maestro. El peor de mis miedos desapareció justo al final de este viaje espiritual gracias a Él. No podía seguir en mi orgullo.
Ya para cerrar, debo decir que hago esto publico también para afirmar que los milagros sí existen. No son los cataclismos de la antigüedad, pero hoy suceden de otra forma. A mí me ha sucedido, ha sucedido en el viaje con este gran crecimiento espiritual que siento. Tengo toda mi confianza puesta en El Maestro y he decidido dar un salto de Fe sin olvidar la razón, la ciencia, la filosofía, la historia, etc. Sé que mezclando mi conocimiento con la ayuda divina podré llegar más lejos que si me aventuro a ir por la vida soberbiamente solo.
Esta es mi historia. Esto me dejó un viaje de cuarenta y dos días. Como le sucedió a Dimas, el buen ladrón, siempre habrá un último minuto para volver con El Maestro.
Pasaron tal vez cuarenta minutos después de que dejamos el muro y se apoderó de mí una sensación muy parecida al síndrome de abstinencia que alguna vez padecí. Tal vez fue el efecto de haber estado sólo en lado oriental de Berlín, o de haber respirado involuntariamente el humo anaranjado de Amsterdam días atrás, o el 5G, pero el punto es que me sentía en un bajonazo, en una depresión, en un hangover; veía todo gris en la capital alemana: las calles, los edificios, los rostros, todo. Días después, aturdido en Praga, supuse que ese miedo provenía o tenía su origen en la conciencia de haber pernoctado, respirado el aire, pisado el suelo de un territorio donde sucedieron hechos que para mí hacían parte de un mito trágico, de una historia de horror, del relato que me infundió temor desde una edad temprana. Estaba en un lugar donde mi exacerbada sensibilidad aún podía percibir el pasmo que procede al horror.
Sí, muchos años han pasado desde que sucedió ese asunto que es vedado en Europa (asunto que no pienso recalcar en estas lineas) y por ende me sentí estúpido creyendo en algo que supuestamente ya no tiene lugar; pensé en la modernidad y en los hechos actuales y hallé muy fuera de lugar mi sentir. También pensé en asuntos vacuos, como que Berlín es una ciudad aclamada o como que mis dos grupos musicales favoritos, gente que hace muy buena música y que no son alemanes, están o estuvieron radicados en Berlín.
En suma, tenía una noción en mi mente de Berlín que mi sentir desmentía. No entendía cuál era la razón de la depresión o no había una razón evidente. Frustrado, regresando asustado al hotel en el primer taxi que encontré, a la mitad del día, me pregunté en medio del injustificado pánico: ¿qué puñetera cara de Berlín estoy conociendo? ¿Qué está pasando con mi viaje que era una alegría (así la alegría fuera cándida)?
Dos días después salí de Berlín. En “la otra parte del muro” o en la otra cara de esa moneda que fue el viaje, esa faz que es aprendizaje también, mas un aprendizaje oscuro, visité cinco o seis ciudades. Casi un desastre. En Dresde estuve apático y recuerdo poco de mi paso allí; tal vez evoque lugares comunes, como el chocolate, la cerveza, las salchichas y la reconstrucción alucinante que procedió al bombardeo absoluto. Nada más.
Más adelante, en Praga, me retraje y decidí no salir a conocer la ciudad. Me perdí en la lectura de excelentes textos y en la transcripción al pentagrama de ideas musicales, siempre con esa sensación que afuera del hotel había un mundo gris y hostil, un mundo de arquitectura monótona y rostros pétreos que me infundían terror. Además el internet del Olympik Hotel de Praga no funcionaba bien, hecho para nada desdeñable.
Cuando el internet fugazmente funcionó, justo entró a mi móvil desde Malta una llamada de mi hermano animándome a que saliera del encierro. Después de colgar vi una foto en Instagram de mi cuñada, que hacía parte del grupo viajero y que sí había salido a conocer la ciudad. Se retrataba en la fotografía la maravillosa arquitectura de Praga, sus colores vivos, sus formas surreales. Entonces pensé que me había equivocado, que afuera no había un mundo gris, sino algo maravilloso y llamativo, por lo que al día siguiente decidí salir con mi grupo familiar. Un craso error. Un error que había que cometer.
Sucedió lo inevitable (tal vez venía intuyendo mi desgracia): después de caminar desprevenido por el centro de Praga, al medio día, mi crisis, —confieso: sufro de cierta crisis psicológica—mi maldita crisis o la crisis que me hace maldito, que ingenuamente creí había desaparecido por el simple hecho de viajar a Europa, después de dos meses de haberla sentido por última vez, volvió a manifestarse en medio de la multitud concentrada en el puente que une a las dos Pragas.
Como siempre sentí mi malestar peor que la última vez. En medio del pánico personal, escruté la altura del puente como siempre escruto de manera impotente y temeraria las alturas cuando estoy en crisis; la consideré inviable. Entonces traté de poner en orden mi cabeza y aferrándome como fuera a la realidad, elevé una plegaria interna ya no por mí, estoy colmado, sino por que a nadie le suceda lo que yo siento en mis crisis. Lo que yo siento así no se le desea ni al peor enemigo y yo caminaba y caminaba y caminaba en las calles atestadas de gente, aturdido y sin decirle nada a mi grupo, siguiendo una procesión infernal bajo el sol de verano europeo y por mucho, mucho rato, un rato que se me hizo una eterna condena, mientras andábamos por esas calles distorsionadas, detrás del lente oscuro de mis gafas de piloto contuve con un esfuerzo descomunal las lágrimas, las putas lágrimas, tratando de “no ser tan marica” y preguntándole al universo por qué algo o alguien no me mataba.
xx
No hubo llanto. Ni una sola lágrima. La crisis, impredecible, desapareció quince o veinte minutos después en el restaurante donde decidimos tomar almuerzo. Me quedé con la sensación de fortaleza interior que viene después de una gran tristeza, mas ya estaba escarmentado; dejé fluir las cosas para hacer el rápido y triste regreso al hotel que para mí y mi imaginación aún estaba inmerso en la cortina de hierro.
Después de ese punto álgido en Praga vino la desolada Brno. Allí, inspirado, hablé del solipsismo durante hora y media con mi cuñada, sentados en un parque abandonado y sospechosamente tranquilo, mientras mis padres iban a la misa impartida en Checo. Luego, en Budapest estuve encerrado durante el día en el hotel, con mucho miedo y sólo salí en la noche para dar un paseo familiar navegando en el Danubio. Allí me encontré con mujeres tan bellas que seguramente eran extraterrestres o ángeles que querían levantarme el ánimo. El ánimo. Y tal vez fue así; navegando en el Danubio, con los ojos puestos en lontananza, se fue generando en mí una reflexión o meditación. Como sucede en la música y quizá en en el universo entero, las tensiones empezaban una paulatina resolución.
Al otro día, saliendo para Viena, nuestro último destino del tour, me desperté enérgico sin saber por qué, como si tuviera ese privilegio usual y simple que es poder estar afuera. Comprendí que el viaje iba llegando a su fin y pensé, después de un mes de travesía, que no sabía si me estaba llevando de esto algo muy bueno o algo peyorativo para mi espíritu. Ya en Roma me había preguntado por qué era usual ver rostros contritos en los europeos; ahora creía entender la razón de la melancolía: tienen un gran trasegar histórico o son inmortales. Yo, que venía con mi alegría colombiana, una alegría que tal vez es inocencia o ignorancia, estaba casi en el fin del viaje confundido, desorientado y temeroso. Sin embargo, el futuro en Viena me infundía una nueva esperanza. Como la luz que aparece al final del tunel, el mundo tétrico y de abandono desapareció allí.
Esta bellísima ciudad, parca, altiva y elegante, guardaba para mí lo que creía un final adecuado para la aventura. Allí, al despertar del primer día, me levanté feliz y si una causa aparente, volví en mí o retomé mi confianza anterior, mas ahora desde una nueva perspectiva. Tenía de nuevos “mis poderes” y sabía usarlos mejor que antes. Durante el día todo fluyó muy bien; exploramos todo lo que se nos antojó, sin ninguna clase de miedo o depresión por mi parte. Ya en la noche, el último plan que hicimos en el tour, desde que salimos de nuestra base en Malta y viajamos un mes completo por distintos países, fue, cómo no podía serlo, un plan musical.
Esa noche memorable tuve la oportunidad de presenciar un concierto de cámara y vivir la experiencia de un individuo del siglo XVIII o XIX en un palacio Vienés. Allí, en mi zona, pude apreciar el colofón, la descarga más fuerte del espíritu europeo. Fue algo impecable, cabal, recto, casi ideal estéticamente hablando, sencillo, pero a su vez fuerte y adecuado para mi consciencia. En suma: excelente. Quedé muy impactado y asumí de forma subjetiva o personal el performance como una última lección, algo que no puedo explicar muy bien o que es desbordantemente inefable.
Dejando el velo, Europa me mostraba al final su verdadero rostro y yo me sentía parte de un todo, algo que me produjo una nueva y gran alegría. Fue como haber superado una gran prueba. Un mes de exploración llegaba a su fin y yo sólo pude ser feliz. Para qué más si me despedía de los viejos miedos; de alguna forma estaba siendo liberado, estaba dejando una gran carga en este viaje. Podría decir que fue como hacer click y de golpe apareció la luz. El aprendizaje del viaje había consistido en un conocimiento total; aprender lo bueno y lo no tan bueno, sólo así podía estar encima de lo ordinario y crecer como persona. Comprendí que eran necesarios también los malos momentos, que la incomodidad era pertinente y sí, estaba listo, listo y renovado para seguir adelante en esta gran aventura que es estar vivo.
xx
Así llegue a pasar la última semana del viaje en Malta, en la casa de mi hermano. Yo pensaba que este escrito había de cerrarse en Viena y también pensé que no habría de suceder nada extraordinario en Malta, pero no, no fue así. Allí alternamos salidas hacia las distintas ciudades del pequeño país con descansos en el hogar de mi hermano. Las salidas eran a lugares cercanos y yo me dejaba llevar. Laxo. Hubo lugares realmente asombrosos y ratos de ocio en la casa, pero había una salida estipulada hacia la isla de Gozo que yo no quería hacer. Los que me conocen saben que no soy muy aventurero y para ir a Gozo teníamos que coger bus, ferry y alquilar un automóvil para manejar por el carril izquierdo. Un estrés. Nos íbamos para Gozo el lunes y yo dije el domingo que no iba a ir. Mi mamá aplazó el viaje para el martes y el lunes pude notar un ambiente de disgusto o tedio en la casa. Se lo adjudiqué a que hay personas que no aguantan el encierro igual que yo y sintiéndome culpable les dije que iría a Gozo con ellos al otro día.
No voy a entrar en pormenores sobre el viaje, pero sí he decir que tuvo elementos de un drama con final cómico. Para empezar, el viaje en bus estuvo más largo de lo previsto, asunto que no dejó de preocuparnos. Cuando llegamos al ferry empezó a llover, cosa rara en la estación de verano, aunque justo cuando desembarcamos en la isla cesó la lluvia y salió un sol esplendoroso que evaporó el agua. Por la escasez debido a la demanda, apenas pudimos alquilar un carro viejo, pequeño y destartalado que habría de cumplir su función con dignidad austera, tres llantas de repuesto y dos cuartos de gasolina medidos sabiamente por los rentistas. Ellos saben.
También cabe hacer especial énfasis, sin olvidar la pericia al volante de mi padre y la atención del grupo, en el hecho de haber sido mi persona copiloto en las carreteras de un país que usa los carriles y el timón y las señales y el sentido común al revés (como los ingleses). Salimos intactos. También hay que decir que los celulares, que nos guiaban para llegar a los distintos puntos turísticos, nos dejaron con sus heroícos estertores de energía justo en el punto de partida, después de haber recorrido lo que pudimos de la isla, preciso en el punto donde alquilamos el carro, veinte minutos antes de la hora prevista de entrega, con una rayita de gasolina (sabiamente medida por los rentistas) y la felicidad de un paseo difícil, pero muy grato. Me queda un recuerdo muy bonito del último punto que visitamos: la playa en Ramla Bay, con el sol del atardecer y el agua tibia del mar, corriendo en la arena como perros locos y viviendo la sensación de unión que logran los momentos difíciles en cualquier comunidad, porque al fin el cabo, como yo lo había previsto, el viaje fue un estrés, mas un estrés muy feliz si es que tal cosa puede existir.
Había dicho que no me iba a extender y heme aquí escribiendo mi crónica de indias. Lo que yo en verdad quería comentar fue un momento muy especial. Saliendo de La Ciudadela de Victoria me dio una crisis...me tuvo seco hasta que almorzamos en Xlendi. Mientras esperábamos la comida, estuve en un quieto desespero preguntándome lo mismo de siempre: por qué algo o alguien no me mata. Estaba muy mal. En esas me acordé de Jesús. Lo llevo muy presente siempre, más que como un Dios como un gran maestro. El mejor. Le pedía a él y de paso a María (La Virgen) que me ayudaran. Yo estaba sintiéndome muy mal. Paso un buen rato y yo seguía en las mismas. No pasaba nada. No vi a Jesús venir caminando sobre el mar, ni untar con saliva sus dedos para urgarme los ojos, pero el milagro ocurrió, obtuve una repuesta: por primera vez en diez años logré escapar de manera consciente a mi malestar.
Lo hice acordándome de un truco matemático para controlar la ira que aprendí en un curso libre de psicología. Nada más empezar la operación y el contorno de luz cambió y escapé de mi infierno psicológico-visual. Mientras seguía en mi operación matemática, para escapar lo más lejos de la crisis al tiempo que almorzaba en abstracción, pensé que los milagros no son como los pintan. No hacen falta hechos sobrenaturales para que estos sucedan. Tal vez sólo yo valore lo que sucedió en ese momento, pero para mí es muy valioso lo acaecido en ese pequeño hecho. Un milagro.
Hago público esto porque al haber estado expuesto a mucha información areligiosa me había hecho muy crítico de la iglesia, pero yo siempre supe que de algún modo u otro, tarde o temprano había de regresar al cristianismo o al catolicismo o como quiera que se llame. Sólo cuando pensé en volver a la iglesia y en entregarme a Jesús y en deponer el fusil que era mi arrogante dialéctica, fue cuando obtuve una respuesta o revelación a mi problema más serio. ¿Por qué no creer entonces? ¿Para qué tener un corazón de piedra lleno de viejos rencores? El problema han sido los hombres, no El Maestro. El peor de mis miedos desapareció justo al final de este viaje espiritual gracias a Él. No podía seguir en mi orgullo.
Ya para cerrar, debo decir que hago esto publico también para afirmar que los milagros sí existen. No son los cataclismos de la antigüedad, pero hoy suceden de otra forma. A mí me ha sucedido, ha sucedido en el viaje con este gran crecimiento espiritual que siento. Tengo toda mi confianza puesta en El Maestro y he decidido dar un salto de Fe sin olvidar la razón, la ciencia, la filosofía, la historia, etc. Sé que mezclando mi conocimiento con la ayuda divina podré llegar más lejos que si me aventuro a ir por la vida soberbiamente solo.
Esta es mi historia. Esto me dejó un viaje de cuarenta y dos días. Como le sucedió a Dimas, el buen ladrón, siempre habrá un último minuto para volver con El Maestro.
Viajar te hace contador de historias, no sólo de lo que viste en cada lugar, también de las nuevas perspectivas que encuentra abierta nuestra mente y nos hace crecer como personas. Excelente catarsis.
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EliminarGracias, querid@ desconocid@
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