Mi abuela y el metrónomo


Voy caminando por el pasillo de esta casa llena de luz. Hay tanta luz aquí, diría el cantor. Al pasar de manera ágil al lado de la habitación de mi abuela, alcanzo a ver por la ventana, a percibir a través de la reja, en menos de lo que dura un segundo mientras cruzo rápido, su humanidad reposando sobre la blanca cama.

Tomo una fotografía mental, fugaz de sus más de noventa años y del efecto que inexorablemente éste tiempo ha marcado en su ser. Su piel translúcida, ajada y envejecida. La expresión de su rostro perennemente sedado, una expresión contraída en sus sienes que delata cansancio y un mudo y profundo dolor por no haber muerto cuando ella lo hubiera deseado.

No nací para ver la gloria de mi abuela. Cuando el creador mi incluyó en sus planes ya mi abuela estaba en sus momentos vespertinos, en el ocaso, en el momento en que el sol ya no emite ningún brillo perdiéndose en el horizonte. Pero supe emular de ella, como dice el cantor, la capacidad para resucitar al tercer día en el psiquiátrico y salir invicto a vivir la vida en una crucifixión crónica a base de pastillas, un hit.

Después de ese momento de paso, efímero, menos de un segundo, ya lo dije, que tal vez haya parecido harto, una eternidad, entro en mi habitación. Queda al lado de la de mi abuela. Conecto los pedales, enciendo el ventilador en su mínima velocidad para no generar ruido que opaque el sonido de mi guitarra eléctrica y no sin antes prender el amplificador, me siento en la silla y tomo la guitarra que está sobre mi cama doble. Voy a estudiar.

Debo decir que tengo mi asunto con los números. No muy avezado para las matemáticas, pero consciente de su importancia y su relación con la música, cosa que me incumbe, procuro darle un sentido auténtico a esta ciencia pura. Hay números importantes que conozco. En su orden: el 1, el del único Dios. El 3, el de la trinidad, el del espíritu santo, el de los masones. El 6, el de la perfección fallida, si es que existe, el del demonio. El 7, el perfecto, el de Dios otra vez, el de los griegos y de nuevo el de los masones. El 9, el de Jesús por ser contrario al 6 y el último de los números naturales. El 10, por los diez mandamientos y por los futbolistas que lo portan. El 12, según la biblia símbolo de plenitud, doce fueron los apóstoles incluido el traidor. El 14, por las generaciones que existieron entre importantes personajes bíblicos antes del nacimiento de Jesús. El 21 por ser tres veces 7. El 29 por ser la flor de la juventud. El 30, por ser la edad en que inició Jesús su vida pública. El 33 o el 36 por ser la edad en que murió Jesús. El 40 por ser los días en que Jesús ayunó en el desierto o por los años que el pueblo de Israel viajó por el cochino mundo antes de llegar a la tierra prometida. 42 por las generaciones que vivieron desde el nacimiento de Abrahán hasta el nacimiento de Jesús, 3 veces 14. El 45, por ser el año en que terminó la segunda guerra mundial. El 120 por ser los años que se deberían vivir. El 666 por razones oscuras y apocalípticas. El 668 por crear un eufemismo que acalle el 666 y el 1000 por ser otro número bíblico, cuyo sentido de autenticidad no quiero ya recordar.

Repaso extensamente y tal vez de forma aburrida esta lista de numeretes. Noto que la gran mayoría tienen para mí un sentido cuya autenticidad es casi que absolutamente religiosa. Y no puedo evitar pensar que, a pesar que soy involuntariamente religioso —hace parte de mi idiosincrasia—, ese es el problema que tengo con mis ancestros, con el pueblo en el que transcurren mis vacaciones y de paso y si me apuran con mi patria, la cual, exceptuando su multicultural capital, se aferra de manera ciega a su pasado español. Ese es el problema, un problema de mentalidad colonialista. En términos llanos para no extenderme. Se entiende.

Dejo de lado todo esto y enciendo el metrónomo. Se supone que han de venir las musas, el sentimiento, los unicornios, la poesía, la intensidad, el fluir con el cosmos, todos esas cosas que usualmente se ligan con la práctica musical, pero no. Vienen los números. Otra vez. Debo aprenderme una pieza que, para mi paupérrimo nivel de interpretación, es relativamente rápida. Johnny be Good. La mejor forma de alcanzar la velocidad de Chuck Berry y en general, la de estudiar la música, para los no entendidos, es con metrónomo.

Para empezar, configuro mi metrónomo con el pulso en 133 beats por minuto. Considero que es una buena velocidad para abordar la pieza, pero hay algo más allá de la conveniencia técnica que me impulsa a elegir este pulso: el número. Tal vez sea estupidez, pero me gusta el número 33 que sucede al 1, el número del único Dios. El 33 me hace sentir protegido por el simple hecho de evocar algo relacionado con Jesús. Doy play y el beat comienza a sonar como gotero. Arranco con la festiva introducción del tema ralentizada por el metrónomo. No surgen mayores inconvenientes y al terminar la introducción aumento la velocidad a 140. Siete puntos de tajo. El 40 también me gusta, ya se debe suponer por qué y se debe inferir la razón por la cual no escojo otros números como el 37, el 38 o el 39. Son números que no tienen sentido para mí. Pudiera haber escogido el 36, pero no representa una exigencia para la destreza subir sólo tres puntos de velocidad.

El metrónomo ya suena en un pulso de 140 bpm y yo toco la introducción. De nuevo impecable. Subo a 145. Victoria. Sin embargo, empiezo a sentirme extraño. Siento que mi rutina de estudio, tan cotidiana en mi apartamento de la ciudad, resulta extraña y molesta en este espacio sin fronteras donde paso mis vacaciones, una casa de puertas y ventanas abiertas donde, especulo, se escucha prácticamente todo. Oigo abajo de mí, en el primer piso, una conversación que se da en la cocina. Tal vez hablan de mí o tal vez hablan de cualquier otra cosa, como si hay o no que ponerle más cebolla al sancocho. En verdad siento paranoia y supongo que mi sonsonete aburre a todos los que escuchan una y otra vez el mismo fragmento. Si supieran las veces que faltan por repetir. Más si me equivoco. Sí, el metrónomo y mi guitarra molestan, fastidian, son como un gotero que van calando en la roca que es la paciencia de las personas que viven en esta casa.

Eso pienso, pero al mismo tiempo razono que estoy usando un volumen moderado, suave, muy suave, que la casa es grande, que el sonido se pierde en el espacio y que la única persona que está cerca es mi abuela y ella es medio sorda. Ajusto el metrónomo en 150. Este número no tiene sentido para mí. El metrónomo suena. Mi abuela tose. Paso el plectro con rapidez, deslizo los dedos a lo largo del mástil y después de un par de intentos fallidos logro hacer de nuevo la introducción. Empiezo a sentir calor. Mi abuela tose de nuevo. Tal vez sí esté escuchando mi sonsonete y me esté mandando una indirecta. Pienso en las tos del Principito de Saint-Exupéry, en la tos inglesa de Harry Potter. Me siento impertinente. Siento como si fuera aquel que vino a traer una música extraña a estas tierras. Siento que soy el portador del espíritu del Rock n Roll en esta casa. Al tiempo que el molesto beat del metrónomo suena, observo medio-azarado las blancas paredes del cuarto donde estoy. Hay colgadas imágenes del Sagrado Corazón, de Jesús orando en el Monte de los Olivos, de una virgen que no se cuál de todas es (¿La del agarradero?). Hay también crucifijos, muñequitos angelicales y estatuillas de santos. Observo con atención un rosario colgando de la baranda de mi cama. Hace mucho calor, me abuela tose y yo me siento como un acorde alterado.

A pesar de sentir un sauna en mi cabeza decido seguir adelante. Al fin y al cabo no estoy perdiendo el tiempo sino estudiando. Soy músico de profesión y se supone que estoy haciendo lo correcto. Aquí voy. 155, otro número sin sentido. El gotero suena, el ventilador chirrea y yo intento tocar la introducción a una velocidad que ya me empieza a sacar de mi zona cómoda. No logro tocarla a cabalidad en cinco o seis o siete intentos. Seco el sudor de mi frente con el dorso de la mano y, mientras escucho cómo mi abuela tose casa vez más fuerte, me reacomodo en la silla. Deslizo de nuevo mis dedos en la guitarra y a pesar de que no suena como el propio Chuck Berry, la introducción sale y ya se va configurando como originalmente es.

Y es así como decido subir la velocidad a 160. Voy aproximándome a la velocidad final: 166, un número que sí tiene sentido para mí. Cierta clase de sentido...Sudo a chorros. Mi abuela tose y tose y de alguna manera u otra me empiezo a sentir responsable por esa tos. Ella es la matrona religiosísima de este espacio consagrado a la iglesia y yo tocando RocknRoll. ¡RocknRoll! ¡Aquí! Siento como si con cada nota que toco ella estuviera sufriendo de forma terrible las disonancias y el voltaje de esta vida. Sudo y sudo. Las tos se vuelve continua y empieza a adquirir un timbre más o menos gutural. El gotero suena a 160 bpm. Pienso que me estoy poniendo muy metafísico y me lanzo a hacer la introducción otra vez. Fallo. Mi abuela tose de manera brutal. Lo intento otra vez. Fallo. Sudo como caballo. Mi abuela se aclara la garganta haciendo mucho ruido. Hago un tercer intento y culmino con éxito esta velocidad. Mi abuela se mueve pesadamente en la cama que traquetea.

Con el afán de acabar rápido con este asunto, voy configurando el metrónomo en su velocidad final, 166 bpm, la velocidad de Chuck Berry, un gran músico, pero no precisamente una persona éticamente admirable...Subo punto por punto, de forma paulatina y tal vez con sevicia la velocidad del metrónomo. 161, tos, 162, tos, 163...164...una tos decididamente gutural, 165 y...166…Click, click, click, las gotas caen a toda velocidad sobre la roca. Click, click, click ¿Es mi paciencia o la de mi abuela la que se agota? Click, click, click ¿Es el desespero por tener que vivir así o por escuchar algo que no se quiere escuchar? Supongo que estoy cansado y mi abuela también, estamos cansados que no llegue la hora en que esto se acabe. Mi abuela es una persona tan dulce. Yo soy tan poco ejemplar. A pesar que ella delataba a mis padres las pilatunas que yo hacía en la infancia y adolescencia no siento rencor contra ella. Cómo sentir rencor si cada vez que me mira leo en sus ojos una expresión de amor verdadero. Eso es lo que importa, que haya amor. He leído en otras miradas, miradas voluptuosas y sensuales, pero siempre me quedaré con la mirada que me haga sentir querido. Así es como he escogido mis pocos amigos y así es como sé a quién darle mi afecto. Y sé que mi abuela me quiere. Click, click, click, me abalanzo sobre los trastes de los cojones y de un sólo intento toco de principio a fin el Johnny Be Good con todo y Go Johnny go, go, go.

El sudor cubre como una capa de agua todo mi cuerpo. Al otro lado la tos ha cesado. Apago el metrónomo. Dejo la guitarra en la cama. Apago el amplificador. Desconecto los pedales. Subo al máximo la potencia del ventilador. El aire fresco va apagando mi temperatura corporal. En el cuarto contiguo mi abuela duerme tranquila.

Comentarios

Entradas populares